martes, 26 de noviembre de 2013

Cancelar

Es de esperar que la universidad esté siempre abierta. Esa es su vocación, a estar abierta está destinada.

Por su razón de ser, por su talante y talentos. La universidad no restringe días ni noches. 

Es como el espíritu, siempre despierta, en ebullición, inquietante e inquieta.

Si a la universidad se la cierra, algo muy grave está pasando. Está ella en peligro, en manos de quién sabe quién y de qué. Ella no debiera conjugar nunca el verbo cancelar.

Llevo cerca de 20 años en la universidad y nunca me había tocado asistir a la conjugación de ese verbo. Eso contraviene la naturaleza de ella y de uno como profesor. 

Lo mismo que atenta contra todos y cada uno de los estudiantes.

Y si, como dicen algunos, no hay más remedio que hacerlo, mínimo aquellos que lo firman y deciden, tendrían que estar preparados para conducir esa acción y enfrentar sus terribles consecuencias.

Cancelar un curso, muchos cursos, un semestre, es sinónimo de perder, anular. Cancelar es abolir y borrar.

¿Qué ha pasado entre tanto? Uno esperaría que estas cancelaciones estuviesen acompañadas de la conciencia de sus efectos. Así como de las medidas que garanticen que lo que nos llevó a este extremo no va a pasar nunca más.

Pero no hay nada de eso. Como si nadie quisiera darse cuenta, como si no doliera, como si pudiéramos vivir en medio de lo que nos cancela.

Si la universidad cancela lo que es su razón de ser, arriesga con suprimirse a sí misma. 

Es lo que siento, lo que temo: esta cancelación, que ahora intenta matizarse retóricamente diciendo que no es total, es una puerta que se cierra.

Para conjugar ese verbo terrible debiera al menos hacerse patente la valentía para reconocer y afrontar responsabilidades. Pero en nuestra universidad el espíritu de autocrítica parece ser una planta que fue algún día arrancada de raíz.

¿Quién está dispuesto a decir el primero: cometí estos y estos errores? Pero nadie lo dice, cada uno se esconde, las responsabilidades se diluyen.

En lugar de esa urgente humildad, hay aquí una arrogancia que no nos deja respirar. 

Cada uno sostiene y defiende como única su propia verdad. La universidad parece tomada por grupos de interés que no parecen dispuestos a ceder en nada.

Qué terrible resulta que el efecto de ese ofuscamiento sea la pérdida del semestre en los pregrados. Los caminos obtusos de nuestra manera de practicar la política nos llevan a esa ofrenda irresponsable: entregamos impunemente un tiempo que no es nuestro, tiramos por la borda recursos que no nos pertenecen. ¡Qué arrogancia tan cara, qué detrimento tan vergonzoso!

Y para asumir responsabilidades nadie dice: esta boca es mía. Ya vienen las vacaciones, llegó diciembre con su alegría y San enero resolverá mágicamente las penas.

¡Mentira! Me temo que no es así, esta cancelación a diestra y siniestra, de la que todos somos responsables, cada uno en alguna medida, nos llevará a cruzar una línea de no retorno. Hacia nuevos cierres y agresiones y diálogos sordos.

Parece mentira que en nuestra universidad no podamos hablar ni entendernos los diversos actores. La universidad, casa de las palabras, se volvió un lugar de sordos, nadie oye a nadie, cada grupo planea, calcula sus estrategias.

¿Quién sufre por eso? ¿A quién afecta este ir y venir de simulacros de diálogo y revanchas y mutuas acusaciones? ¿Quién padece los efectos de esta “revolución continua”? Pues todos, cada uno de los estudiantes y nosotros los profesores y los directivos, quienes también, en su mayoría, son profesores. Pero sobre todo el pueblo, al que decimos defender y al que a la hora de la verdad damos la espalda con peleas que a los ciudadanos les parecen puras pataletas.

Yo creo que se nos espera una labor urgente e inmensa: pensar otra vez lo que hacemos, lo que no hemos hecho bien a lo largo de los años. Es un pensamiento exigente y, a la vez, el más simple: la universidad es un lugar para gozar e inventar y vivir a plenitud la pasión de saber, preguntar, estudiar, investigar. Todo ello en medio de la vida íntegra de los espíritus.

Pero todo parece indicar que aquí el verbo estudiar cayó en desgracia hace tiempos. 

Cada vez se estudia menos y es porque parece que hay cosas más importantes: tal vez cambiar el mundo, hacer la revolución o repartirse cuotas de poder.

¡Qué falta de respeto con la universidad! El saber es un derecho, estudiar es una obligación, aprender es una urgencia. ¿Quién está dispuesto a defender esa causa?

Creo que debemos hacerlo todos y debiera crecer como una ola refrescante una corriente de espíritus dispuestos a defender ese derecho, en nombre nuestro y de los ciudadanos. ¿O es que vamos a seguir quemando el dinero público en paros y diálogos infructuosos y tropeles?

Me ha asombrado hasta qué punto ha llegado la confusión. Nadie sabe lo que pasa, no hay voces sensatas y lúcidas. Cada comunicado agrega perplejidad, cada decisión nos precipita más en el abismo. ¿Dónde quedaron nuestras inteligencias, esas que actúan y piensan al mismo tiempo?

Aquellos de quienes esperamos liderazgo y lucidez se retraen, dicen que no les corresponde. Los órganos de dirección se reúnen pero no aciertan, parece que no hubiera entre nosotros vocación para hablar, convencer, decidir. La universidad es hoy por hoy un barco a la deriva.

Entre tanto, el verbo estudiar ha sido callado a la fuerza. La universidad está quieta, varada, impotente. ¿Quién la va a mover de ese banco de arena?

El verbo estudiar yace mudo, vapuleado hoy por hoy por el verbo cancelar.




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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Nuestro tiempo

En la universidad vivimos el tiempo de una manera intensa. Cada día es un acopio de agudas vivencias.


Hay períodos de acumulación, parece que remamos en redondo, que casi no avanzamos. Y de pronto todo se precipita, el ritmo es vertiginoso, damos saltos, giramos, viramos.


Lo que la universidad más teme es quedarse quieta. Que todo en ella se vuelva previsible e inerte. Incluso los calendarios son solo un marco para ella, un punto de referencia. El espacio - tiempo creado y creíble es lo que cuenta.


En realidad nuestro tiempo es todos los segundos. Tenemos la sensación de la urgencia. 


No nos podemos descuidar y si bien se impone a veces la parsimonia no debiéramos 
aceptar los baches, los vacíos, la discontinuidad.


Nos inquieta en grado sumo que de golpe nuestro rumbo se pare. ¿Por qué esa tendencia de tener tiempo para derrochar? No debiéramos pensar que mañana es mejor, nos gusta ya, de inmediato, a cada momento.


El que viene a la universidad se siente inmerso en un torbellino: proyectos, planes de estudio, experimentaciones y también seminarios, y clases y encuentros. El tiempo entre nosotros es un hervidero dichoso.


Por eso duele tanto este marasmo. Es como si de la noche a la mañana encalláramos, un banco de arena nos detiene y atasca. Hay una estupefacción y un desconcierto. Se paraliza todo y nuestro entusiasmo se agobia.


Las almas y los cuerpos nos dolemos, no podemos entender que ante tanta tarea y necesidad aceptemos de modo tan frío quedarnos parados.


No tendríamos derecho a un futuro mejor si nuestro presente no es pleno. A veces nos volvemos memoriosos o anhelantes y dejamos el presente en manos de los saqueadores.


Como si el dios de la universidad mandara tiempo por montones. Cuando en verdad pasa que nuestro tiempo es breve, la inmensidad de nuestras preguntas nos exige gozarnos cada momento, llenar de inteligencia todas las horas.


El tiempo es una fiesta: lento y veloz, pletórico y ensimismado, prefiere el mañana al ayer pero vive hoy, en el hoy, en una actualidad fascinante y diversa.


No nos convence aplazar, decir: la semana próxima, ¿quién dispone de tanto tiempo para rifarlo de ese modo? Tiene que ser ya, es mejor este día, es el único que se nos da y no puede esfumarse.


¿Acaso sabemos lo que se juega entre nosotros? Los estudiantes lo dicen, es el mundo, nuestro mundo, el único. Ese mundo no es de nadie en particular, es de todos y por eso nuestra responsabilidad es inmensa.


Lo que nos espera desespera por nosotros. Hay que ir una y otra vez a las fórmulas, las hipótesis, los lenguajes. Decir y hacer, poner a prueba, comprobar y dudar siempre.


¿Acaso la duda da tiempo? Es algo de todas los momentos, lo único que tiene es instantes, está hecha de un tiempo real, misterioso, inmenso. 


Parecemos tan distraídos que a veces asusta. Como si tuviéramos todo el tiempo y entonces gastamos, alargamos, diferimos. De fuera nos ven y no pueden creerlo, ¿de dónde sacarán estos tanto tiempo?


Entre tanto nos demoramos para reunirnos, como un dromedario y todo se resbala, se dilata, pesadamente se mueve.


Pero qué pasa, el tiempo es un bien colectivo y hay personas que lo administran como si fueran sus atesoradores. Como el aire, el tiempo es de todos. La universidad es un lugar en el que respiramos juntos y nuestro aire es el pensamiento común.


Uno respira en las palabras de otros. ¿Qué aire estamos compartiendo? Ahora parece un aire asfixiado, como si fuera el aire del fin de algo, nos sentimos ahogados.


La inteligencia se atora, expulsada de su medio natural, como un pez en la arena.

Tengo la sensación de un momento de poco aire. Acaso ello obedezca a nuestra holgura de tratar el tiempo como un bien inagotable.


La duración no es un bien natural, un recurso ilimitado. El tiempo se agota si no se lo cuida. Se vuelve infinito si se lo ama, disfruta, conquista. El tiempo que no cultivamos le quita el aire a muchas personas.


Uno espera que nadie aquí se sienta dueño de él. Hay que tener una clara disposición. 


No negarle a los otros y a la universidad el tiempo que le es propio y el aire en el que palpita a sus anchas. 


Directivos, estudiantes y profesores, ¿qué hacemos entonces con nuestro tiempo? ¿Lo seguimos tratando como despilfarradores? Ese tiempo que ahora gastamos tan alegremente se lo quitamos a la gente, que es su verdadera poseedora.


El asunto que tiene hoy entre manos la universidad es simple y llanamente la posibilidad a futuro de su respiración y su aliento.




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miércoles, 30 de octubre de 2013

Hágale

Siento que los muchachos quieren volver a clase. Hay una nostalgia del encuentro, un llamado profundo que viene de las ganas de estudiar.

Uno solo se va marchitando. No hay mejor soledad que la que abre la pregunta de un amigo, la invitación a escribir o leer por parte de un profesor.

Los idearios y causas del momento se fisuran para dejar entrar el aire de la reflexión. 

Sobre todo si se tiene en cuenta que discutir no tiene por qué implicar desistir.

Lo que se entristece es este día a día, un campo medio solo, sin voces ni pasos, sin casi libros hambrientos.

Y entonces ansiamos una frase, una especie de voz colectiva que incite y atraiga las inteligencias.

Estudiar es mejor que muchas cosas, da sosiego, estimula, consuela. Y suele pasar que salimos felices de clase y nos reímos y hay simpatía.

Entonces nos encontramos y creemos y pensamos. Esto es estimulante por aquí y nos animan las hipótesis, los postulados, las indagaciones.

Hoy les dije a los estudiantes: podría ser así el fin del mundo. Habíamos hablado, enfrentando la dificultad de una lectura. Y nos imaginamos que así era como mejor podíamos estar.

Hace unos días fui a una asamblea de estudiantes y un muchacho dijo: compas, estamos aquí porque creemos que es posible un mundo distinto. Y yo pensé, el mejor mundo es éste, él puede hablar y yo oírlo y somos muchos, en un silencio hermoso, pleno como un árbol con frutas.

Ese peso, esa gravidez. Ir madurando juntos, una idea, un sueño, una razón compartida.


La Universidad es un lugar precioso y se puede estar en ella y de pronto nos toma la felicidad. Una dicha pequeña, un encuentro fecundo, un pensamiento sin más.

Cada vez que soy consciente de que puedo escuchar me siento contento y quiero ser oído a mi vez. Hoy en clase me pasó y sentí que nos rodeaba un silencio mayor de edad, un silencio de mil años.

No podemos perder esto, no podemos perder el año. No hay mejor modo de enfrentar lo que nos separa que estando juntos.

‘Hágale’, como dicen ahora los muchachos. Háganle los que están conversando. Si un día sellaron aulas, debiéramos abrirlas todas mañana. Estar ahí en la puerta esperando.

Siempre que voy a clase está alguien esperando. Esté como esté, eso me emociona, me devuelve el semblante, me alegro de verdad y me brindo entero.

Hoy un estudiante me dijo: hace una semana la clase se me fue como nada. El tiempo se aprieta en una palabra y entonces no apremia. Lo sorprende a uno con una eternidad.

Porque hacer academia es burlar a la muerte. No es que ignoremos los riesgos que corremos, queremos correrlos. Y no hay forma más plena del peligro que el saber compartido.

Conocer es ser dos, varios, todos. El conocimiento es muchedumbre. No tiene caso apelar a la inmovilidad. Esa discordia, esa pena, ese marasmo.

Hagamos lo más fácil, volvamos. Estando aquí veremos. Confiemos unos en otros. Aunque no haya motivo.

Si hay una comisión conversando volvamos. Si eso no es lo que aconseja la política, ella no siempre tiene la razón. Este es un tiempo de urgencias, la universidad está arriesgada y así, sin darnos cuenta, la vamos cerrando.

Háganle de una ustedes, no duden ni se demoren, entren. Rector, hágale, asambleas, claustros, comisiones, háganle. Devolvamos entre todos el corazón a la U.

Estoy animado y desanimado. Hoy sentí ganas inmensas de vida compartida. En la universidad estoy en mi estudio, mi techo, mi mesa. Es una casa sin los límites de un territorio en pugna. Abierta, hospitalaria, jovial.

Es una decisión que se toma persona con persona: volvamos ya. Que se abra la U, abramos la U, hagamos la U.




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miércoles, 23 de octubre de 2013

Dejar las palabras tranquilas

Hay palabras que se usan para desaparecer, nos escondemos en ellas y ocultamos el rostro.


Funcionales como pocas y por ello tal vez huidizas, no parece haber personas, una voz recia, monótona, en muchos casos contestataria y hostil.


Puede que las amemos por lo que significó irlas tramando con todas sus letras. Pero las palabras se cansan y empiezan a decir siempre lo mismo, un solo sentido entre tantos rodeos.


A lo mejor cuidar el lenguaje suponga dejar descansar a las palabras, abandonarlas a su suerte, que viajen solas, que se descarguen y aligeren. Quizás vuelvan algún día y digan lo que habían callado con tanto celo.


Es de suponer que las palabras quieran estar solas. Los hombres las llevamos, son nuestro traje en el frío, nuestra respiración en el ahogo, nuestra agua y también nuestra sed.


Le pasa a la universidad que las palabras se le fatigan: movimiento estudiantil, claustro, estamento, texto, discurso. Esas palabras hace tiempo quieren quedarse calladas, resguardarse de tanta contienda.


Qué viajes hacen ellas sin darnos cuenta. Con una vida que no alcanzamos a recalar. 


Lentas, veloces, voladoras. Las hay también subterráneas, aquellas que cavan como un agua terca.


A quién no le ha ocurrido oír una palabra y quedarse perplejo. Alguna vez la había empleado, a lo mejor la pronuncie cada día y sin embargo, de pronto, la oye en otros labios o en el vuelo de alguna página suelta.


Las palabras son el hombre y deshacen al hombre. También nos llaman y se alegran al vernos. Ellas son nuestra libertad y al mismo tiempo no nos sueltan. Dejan de ser nuestro espejo y entonces nos volvemos todo oídos.


Oír una palabra sin posesión, sin apego. Dejarse llevar, ir siguiendo su estela. Las palabras son alas y pasos y aliento. Animan nuestra sangre por ariscos senderos.


Eso nos pasa, comprendemos de pronto que no son instrumentos. Ni dóciles ni serviles, no quieren decir lo que les dictamos. Nos tratan de tú a tú. Las palabras nos llaman, se abren, nos dejan morar a su sombra.


Pero pasa también que nos deleitamos royendo su cáscara hueca. Nos miramos y simulamos entender. No entregamos nada que nos exija más allá de nuestro léxico común, su gastado aderezo.


Sabiendo que hablar es no entenderse primero. Más bien asombrarse con el timbre de una voz que no pide ni ordena.


Las palabras nos piden dejarlas tranquilas. Con voces desapegadas y frágiles. Nada de gritos. Fuera de tonos admonitorios y frases sabihondas. 


Para podernos comprender es menester que oigamos primero. Las mejores palabras son humildes: el llamado y el saludo, la cortesía y la invitación. 


Las ciencias duras tendrían que aprender a saludar, esperar, responder, volver a decir. 


Parecen tan seguras que no dan confianza. Mientras el verdadero conocimiento cavila, tropieza. Qué miedo produce un habla que afirma siempre y nunca vacila.


Nos hace falta un tal vez y a lo mejor y no estoy seguro. Tendríamos que concedernos el derecho al tartamudeo.


Ni qué decir tiene el discurso, la jerga de la política: compañeros, camaradas, militancia, consigna, y la frecuente aridez en los espacios, reuniones, asambleas, claustros, comités, consejos. Cuando en verdad, eso pienso, personas, lo que se dice personas, casi no nos reunimos a hablar con las palabras.


Creo que hay que apelar, a fin de alejar de nosotros la aridez de palabras, al tú a tú, el cultivo directo de un habla discreta. Y a lo mejor, desde ahí, a comunidades dispuestas a decir palabras de manos abiertas.


Una buena manera de dejar tranquilas a las palabras es aprenderse los nombres de las personas: cada uno en su nombre que es la mejor manera de alejar a la muerte. 


Cuidar las palabras para no irse muriendo dentro de ellas.




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jueves, 10 de octubre de 2013

Uno solo de esos muchachos


Bastaría acercarse a uno solo de esos muchachos. Verlo con ojos de la última vez. Y pensar, ahí está, en su silencio de piedra.

Y empezar a llamarlo, con un solo nombre, rojo como un fuego recién segado. Contra esa piedra el nombre chocará y el rostro ausente no brillará nunca más.

Y entonces sentir el terror, la desolación, uno solo de esos muchachos era todo un mundo. Y ha sido roto, en la vecindad de su alero, apagado por el terco metal.

En los baldíos de una ciudad sin alma. Apática y cruel, rabiosa y cansada. Una calle oscurecida por el odio, repleta de obstinación y recelo.

Habría que pensar en uno solo de esos muchachos. Las manos asesinas opacan los ojos, depositan su polvo en cuencas tempranas.

Uno de ellos y la impotencia para hacerlo vivir otra vez, junto a nosotros, su madre y hermana, en la intimidad de un hijo que espera que alguien lo acoja y no encuentra a nadie.

Muchachos encerrados en la oscuridad, sin un sí o un no, sin poder dudar ni respirar su desgracia.

Uno solo debería bastar. Que esa piedra nos llame y repique en nosotros. Muertos tempranos rasgando nuestra frialdad, reclamando a gritos su vida completa.

Un muchacho menos es una puerta sellada. Una forma que se arranca al inventario de dios.

No llegamos a presentir lo que perdemos. Oídos que se apagan sin hallar su propio nombre. Y las palabras anónimas, tristes por tantos cuerpos muertos.

Esos muchachos claman por nosotros y nuestras voces se van extraviando, enloquecen, son un desespero.

Da pena vivir aquí y no sabremos cuánto tiempo tomará restituir por ellos, en su nombre, una justicia que ni siquiera imaginamos. 

Podríamos acaso abrigarlos en el hueco de nuestra voz. Abrir allí una grieta para que pasen tantas almas blancas que llegarían a ser nuestra sal.

Uno solo de esos muchachos, el que guarda su desilusión en parcas palabras. Uno que quiera llegar a viejo, con una sabiduría que le impida morir antes de tiempo.

Cómo llegar a encauzar, siquiera una vez, esa sangre estrujada por la vileza. Y atajarla, detener su caída en el fango o la arena. 

Decirle, estoy contigo, somos los dos o nadie y entonces dios o lo que queda de él se acordará de nosotros y nos dejará pasar.

Al otro lado una pradera, un río estrecho y sosegado en el que el hombre descanse con el hombre en hora callada.

Volver a casa. Hallar el fuego, la cama tibia, la lenta ventana. Quedarse a vivir allí sin la mancha feroz de tanta vileza.

Uno solo de esos muchachos y las ganas intactas de volver a encontrarle.






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miércoles, 25 de septiembre de 2013

Milagros

Quisiera acercarme a una sola persona. Verla sin inquietud. Que sea un roce, un sutil aleteo.

A la vez decirle que soy yo, mis vicisitudes, mi anhelo. Confiarme, soltarme, dejarme ver.


Que esta proximidad sea un viaje. Un movimiento impredecible hacia lo que no tiene nombre.


Y así perdernos y no querer llegar. Que no haya precipitud ni zozobra. Un desplazamiento mínimo. Apenas un paso.


Uno querría desaparecer y al mismo tiempo quedarse. Lo mejor es no tener que elegir, eso es lo que empobrece, estar obligado a tomar lo uno o lo otro.


Pero la vida, viéndolo bien, no exige hacerlo, siempre se puede ser al menos dos cosas. 
La quietud sin inquietud, la pasión distraída. Un estar sin ser, un conservar sin tener, un desprenderse sin dolor y sin miedo.


Creo que se puede llegar a sentir así. Parece raro, es como si las mismas palabras se opusieran. Pero aún ellas tendrían que aprender a vivir.


Acaso sea un estado de inmersión pero sobre todo un ritmo, una vibración, una intensidad. Un impulso amigable que llega de todas partes.


Un ver y oír, una respiración minuciosa y pausada. En raros momentos nos sentimos así y nos miramos y reconciliamos.


Instantes de esos casi nunca vienen, la vida ligera, el goce sin ansiedad, el amor sin tropiezos.


Ese estado se parece a la tristeza feliz, es la alegría triste que nos habita y nos lleva.
En el silencio que es la sombra de Dios.


Se me ocurre hablar así. Escribir acaso sea una mano en la oscuridad. O la risa de alguien que se va con el agua.


Uno goza cuando piensa en alguien. La soledad son unos pasos, la espera sin desesperación.



Me atrevo a escribirlo. De pronto soy otro y no resisto las ganas de comunicarlo. Aunque al terminar me observe y no quede casi nada del impalpable milagro.






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miércoles, 11 de septiembre de 2013

Hablo por no llorar

Un furor injustificable se la tiene montada a la universidad. Dicen que se trata de sectores del movimiento estudiantil. Yo me pregunto, ¿qué movimiento hay ahí? 


Es de esperar que viniendo de estudiantes el movimiento sea creativo, reflexivo, crítico, transformador. En su lugar, acá, en cada escaramuza, no se siente sino exceso y pesadez, simulacros de movimiento que no dejan que nada se mueva.


Entre tanto, cero clases, cero biblioteca, cero deportes, cero atención de servicios en salud, cero museo, cero cultura, cero actividades administrativas. Tan solo bombas y lágrimas.


Y muchos fenómenos aledaños: abandono, intimidación, declaraciones, frivolidades, temores, desesperación. Y la terrible costumbre que se apodera de todo y lo devora todo.


Pero nada de movimiento. A causa de los tropeles la universidad se atasca, se frena, se inmoviliza. Y por supuesto arriesga con volverse indigna.


Lo que está en juego es la dignidad. No se puede pensar aquí ni estudiar ni conversar. 

Cada uno a correr, salir, abandonar, la universidad se hunde, se apaga, ni siquiera respira.


Nadie sabe nada, nadie responde. Ya lo sabemos, a la primera explosión es hora de emigrar. El alma se queda sola, la universidad se ensordece. Nadie parece estar dispuesto a velar por ella.


Nos dicen que el tropel expresa la solidaridad de algunos estudiantes con los pobres. 

Qué solidaridad puede dar una universidad que cada vez con más frecuencia se queda atónita. Hay quienes miran el espectáculo, el tropel es un teatro gastado, que no infunde entre nosotros ningún respeto. 


Hay muchos que miran, aburridos, a lo mejor esperando que esto de veras se encienda. 

¿Será que imaginan heridos? ¿Enfrentamientos cuerpo a cuerpo? ¿Acaso muertos?

A eso jugamos, nosotros que deberíamos cuidar toda vida. Y arriesgamos sin esperanza lo que ni siquiera es nuestro. Porque la universidad es del pueblo, ¿lo saben acaso los tropeleros? ¿Habrán pensado por un segundo lo que el pueblo pide y espera?


El pueblo quiere y reclama de la universidad estudio y responsabilidad y pensamientos lúcidos y propuestas para que la vida cambie y sea más digna y justa y llevadera.


En esta universidad se estudia cada vez menos, no se para de parar. Y los que quieren y así lo deciden arman su pequeña reyerta. La impasibilidad de muchos de nosotros es una vergüenza.


Habría que moverse, arrancarse de la indiferencia. Pronunciarse con palabras limpias, serenas, contundentes. Decirle no más a los tropeleros, aquellos que, en nombre del pueblo, inmovilizan el pensamiento, acallan el intelecto, le cierran a los jóvenes del pueblo el derecho a la educación.


Cada vez me produce más humillación salir a trompicones de la universidad, hasta mañana, sin que hoy se haya podido estar en ella, hacer algo, estudiar siquiera un poquito.


Un campo de batalla irrisorio, jóvenes contra jóvenes, capuchos contra el Smad. Y en medio todos y nadie puede nada contra esa demencia de casi todas las semanas.


Decir, como afirman algunos, que “el tropel es la dignidad de la Universidad” es intentar legitimar con cinismo lo que no tiene razón de ser, amarrar uno de los pocos espacios que todavía se mueven. Lo demás es el fango de la violencia sorda y sin ideas. Ese fango intenta invadir y mantener atada nuestra universidad.


“¿Por qué llora profesor?”, me dijo una secretaria para paliar el momento con una gota de humor. Le respondí: “Lloro por nada, no tengo motivos”. Ahora me corrijo, motivos sí hay pero prefiero decir esto, ahora hablo por no llorar.




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viernes, 23 de agosto de 2013

Las palabras del cuerpo

Hemos dejado de creer que alguien inefable quiera nuestro bien. Y, no obstante, caen gracias sobre nosotros: dirigirnos la palabra, respirar el mismo aire, pensar entre varios.

Podemos decirnos cosas, incluso no reconciliarnos en nada. Y no nos hacemos daño, mientras más nos distinguimos más disfrutamos estar juntos.


Benditos árboles de esta casa de estudio. Y los discretos animales. Y la hierba que suaviza las pisadas de todos.

Y hay espacio también para nuestros temores. Cuando todo parece ir mal y no sabemos qué sigue. Esta U se llena de inquietud y todas las adversidades se miran en nuestros espejos.
No hay amos que manden vociferando. Eso aquí lo sabemos. Ni siquiera aceptamos que el saber se entronice, que adopte la arrogancia de una verdad imperiosa.
Cavilamos, podemos empezar una y otra vez nuestros pasos: cómo lo digo, voy a corregir lo que pienso, ante ustedes, sin necesidad de fingir y ocultarme.
Lo mejor es no tener que desaparecer. Cada frase que emito es un eco de mi entera persona.
Puedo decir yo las veces que quiera y no tener que ponerme el disfraz de lo neutro. Aquí podemos hablar las palabras del cuerpo.
Eso querríamos. ¡Qué maldición los lenguajes objetivos, los que adoptan la apariencia de palabras sin nadie! El peligro de la ciencia, su maldición, es la impersonalidad.
Los conceptos, a veces, de tanto repetirlos, terminan sonando como la tos del espíritu.

Que cada quién diga de dónde viene, lo que lo empuja y alienta. Y que pida y solicite: escúchenme, busco un mundo en el que todos podamos respirar.

La razón de la universidad se colma cada hora, no se precipita arrogante hacia el objetivo siguiente. Nos cruzamos, ahí empieza todo y nada termina.
Porque nos angustia el dolor y enoja la injusticia, acogemos como propias todas las derrotas. Para proponer mundos nuevos imaginamos, soñamos, estudiamos.

Todo y todos, sin aspirar a la perfección que es una mascarilla mortuoria. La imperfección es la cima: y nos corregimos y no nos queda por ello ninguna mala conciencia.

Disciplinados por convicción, tenaces con alegría, insaciables por plenitud, somos una comunidad con el deseo satisfecho que se mantiene deseo. 

Estamos tan convencidos que es de esperar que la universidad siga siendo para los ciudadanos uno de los pocos milagros en el que se justifica creer, impetuoso y cambiante como el viento y las olas.





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miércoles, 14 de agosto de 2013

Atención


Prestar atención, atender, recibir atenciones: expresiones todas ellas de una gran belleza. Se dirigen a nosotros, nos llaman con delicadeza y asombro.

Nos acecha la sombra de la desatención. Nos distraemos, perdemos el rumbo. Entonces todo se oculta, las palabras se apartan, las manos se cierran.

Pero la atención se abre, es un gesto de la voluntad. Voy en un determinado camino, volteo la cabeza y hallo frente a mí al que pide mi oído y rodea mi lar.

La atención es un presente. La presencia misma. No te ausentes, vayamos juntos un trecho si así lo dispones.

Atención desinteresada. No tiene nada en común con la obediencia. El que atiende sigue su curso, no elije los caminos trillados. 

El que atiende intuye que se cuida a sí mismo. Ir acompañado no es una objeción ni un riesgo para la soledad, un bien precioso y no renunciable.

El que atiende entiende pero no se hipoteca en la comprensión. Algo misterioso queda preservado, atender es entrar en lo inmenso. 

La atención es un viaje, todo se conmociona, la vida se abre. Y entonces se activan las virtudes comunes: la atención es amistosa, extrovertida, se da por contagio. 

La universidad es un lugar para prestar atención. Oídos dispuestos, manos tejedoras, palabras abiertas. Eso no significa una actitud de vigilancia, propia de comunidades fisgonas.

Por el contrario, hay entre nosotros una cierta perplejidad. Estamos atentos y a la vez cavilamos y damos vueltas. 

No soy afecto a los llamados de atención, esas voces imperiosas que advierten y reclaman y piden cuentas.

Prefiero la actitud que se prodiga en atenciones. Atender debiera ser cuidar. No tanto ser previsores sino más bien darse cuenta de lo que esperan los otros. 

Las maneras de la universidad, la solicitud, las preguntas compartidas, resultan de ese estado de atención que tiene como destino aquello que libra del dolor y aparta las penas.

Los que vivimos aquí nos alejamos del trajín y los hábitos. Es bueno que nuestro tiempo se dilate y salte y se contraiga. Que podamos estar bajo el signo de lo imprevisible. 

Es natural que nos miren con extrañeza. Nos admiran por ser como somos. Los ciudadanos aceptan que en la universidad haya algo de ensimismamiento. Su acción está del lado de la invención y eso hace que a veces parezca extasiada.

Es lo que pienso. Llevamos en nosotros una cierta deriva. Vamos sin saber a ciencia cierta qué viento nos lleva. 

Pero hemos de llegar, si prestamos atención, si las mentes y los oídos se acuerdan.
Entre tanto, nos acordamos que nuestra solicitud tiene que ver con el destierro definitivo de la crueldad. 






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miércoles, 31 de julio de 2013

Aprender


No hay preconcepción ni prejuicio. El que oye y mira lo hace con atención y desprovisto a la vez de intenciones.

Ese estado se parece a la despreocupación. Pero no por ello es negligente u ocioso. 

Uno se concentra, busca centros diversos. Como no espera nada, ve y oye objetivamente.

No inventa nada, no prefiere nada ni a nadie. La observación recae sobre cualquiera.

Porque todos somos dignos de atención. Y el que así observa no quiere apoderarse de nada ni sacar conclusiones. Lo único a lo que aspira es a aprender.

Ese aprendizaje tiene que ver con personas. Cada una en su singularidad, todas en su diversidad y riqueza.

Persona es una bella palabra. Apunta al discurrir de cada uno, su misterio, su deriva. Es la extrañeza, el milagro, la agudeza y complejidad.

A la vez cada persona es lo más sencillo: unos rasgos, unos gestos, unas posturas. Una forma de andar, de moverse, de ir por el aire.

Y si uno mira bien hay muchas personas. Y si uno escucha bien, pululan las voces, los tonos, los timbres. Y en cada vibración una virtud, un anhelo, una aventura.

Y nos vamos observando unos a otros. Sin escudriñar, desdeñando cualquier intromisión. Esa observación no interrumpe, no irrumpe, no se inmiscuye.

Aprender supone dejar, abandonar, regalarse. Entrar en relación sin invadir. Y las personas se van y uno se queda solo estudiando todas esas presencias.

Es así como uno se vuelve un pueblo. Tan real como las huellas visuales y sonoras. Una comunidad de voces, colores, siluetas, armonías, músicas, gestos. Un pueblo vivo, intenso y variado. 

Ese pueblo nos protege de la tendencia de ciertos saberes a reducirnos a la misma figura: teorías insípidas que creen que todos terminamos pareciéndonos, que cabemos todos en la misma caverna verbosa.

Para observar hay que retraerse. No querer figurar, ser discreto. Que nadie se sienta incómodo porque lo están estudiando. 

Tiene que haber lugares para difuminarse, la universidad no puede ser un espacio panóptico. Por eso nos repelen las cámaras, los ojos escondidos, las escuchas capciosas.

Que el que nos mire no nos robe lo que somos, que nadie nos clasifique. Uno aquí es visible por invisibilidad. Y el que lo observa a uno que no lo saquee, que lo deje intacto y nada le hurte.

Es misterioso el don de esa observación, exige todo un aprendizaje. A lo mejor se enriquece con los libros, los tratados, las ciencias. Esa observación va dejando una memoria gozosa de todos los que algún día estuvimos aquí.

Aprender: mantenerse abierto, dejándose llevar por el vaivén de las olas personas. Pues cada ser humano es un mar y esa observación protege lo irremplazable, reivindica el carácter ondulante e imprevisible de cada individuo.

En una sociedad en que todo se intercambia por todo, en que cada cosa y persona arriesga terriblemente con volverse un desecho, hay que aprender y oír y ver y así guardar en el corazón el don sagrado de cada vida, la búsqueda que cada uno hace de su virtud y belleza. 





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jueves, 25 de julio de 2013

El miedo

En la universidad no debiera existir el miedo. Y sin embargo, día a día, se ha vuelto nuestro aire.
¿A qué le tememos? A la oscuridad de las intenciones, a la rabia, a la intolerancia, al resentimiento, a los poderes, a la falta de transparencia.
Hay miedos por doquier, nos abandonó la confianza. Tenemos miedo ante todo por no saber quién nos mira, desde qué ojos sin rostro.

Nos espanta el atropello, los gritos, las malquerencias. Hay mucha hostilidad entre nosotros. El miedo nos ronda y nos cerca.

Y no debiera ser así. El miedo no tendría por qué enseñorearse en nuestros predios.

¿No es acaso la universidad un oasis? Hemos pensado que no tiene lugar en ella la amenaza ni los propósitos aviesos.

Hay una fraternidad que le es propia a la universidad. Acá las rivalidades se razonan.

Todos tenemos en ella un lugar. Cada uno piensa y hace lo que conviene. Concertados como estamos por una pasión común, el saber y sus generosas apuestas.

Pero miedo no. Caben el peligro y el riesgo y el misterio. Nos abrimos a lo desconocido.
 


Nos internamos en la noche de nuestras preguntas. Pero en la universidad hay siempre una mano, una palabra, una duda que acompaña.

Que haya personas que ocultan el rostro no tiene sentido. Debiera ser ley que el que hable lo haga con todo su rostro.

No debiera tener cabida el insulto, ni las bajezas ni las recriminaciones. En la universidad esculpimos nuestras emociones y nos refinamos y nos comprendemos.

No hay que estar todos de acuerdo para vivir aquí. El desacuerdo es la sal de la universidad. Pero no el reproche, las voces imperiosas, las órdenes.

No tiene sentido que haya quienes nos sometan a creer todos en lo mismo. Si es asunto de compromiso la universidad quiere mirar, oír, comparar, responder. Está dispuesta a estudiar, lo cual constituye un estado de revolución permanente.

Pero miedo no. No más miedo. Que no nos sigan amedrentando. ¿Quiénes son esos que quieren a toda costa uniformar la universidad? ¿Por qué tanto resquemor hacia lo múltiple y la diversidad?

El miedo es terriblemente intimidante. Las capuchas imponen la intemperancia y la ausencia de gestos. Se me hiela el corazón cuando me cruzo con encapuchados con joroba.

Me parece hermoso y valiente, una preciosa señal, que un grupo de universitarios del área de las ciencias naturales se pronuncie contra la violencia y la ofuscación. Lo que pasa en su lar nos conmueve a todos. Ese último acto espantoso, bombas y ultraje y robos y bofetadas a la dignidad, no debiera repetirse nunca.

Los que reclamamos que no haya más miedo sabemos, cómo no, que el pavor impera en todos los rincones. Que no hay ciudadano colombiano que no lo padezca. Si queremos que aquí no se imponga no es para edificar un edén artificial para beneficios mezquinos.

Todo lo contrario, queremos estudiar el miedo colectivo, sus causas, sus terribles argucias. Y ayudar a erradicarlo con el más efectivo de los antídotos: el estudio minucioso de la realidad que señala la injusticia y conjura el horror.

Ayer escuché la marcha de los ciudadanos de ciencias. Delicada, paciente, lúcida en sus palabras y gestos. En sus comunicados dicen que a pesar de su temor los guía su amor.

Decirle a alguien, tengo miedo, es ya empezar a apartar el miedo.





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lunes, 27 de mayo de 2013

Acerca del mito

Tenemos el mito para reconocernos. Más allá de la memoria, su orfebrería, su selectividad a veces excluyente, el mito nos admite a todos, vivos y muertos, aquellos muertos que vuelven por su gracia a estar con los vivos.

El mito no se relata, nos retrata, no se cuenta, nos cuenta entre los vivos de todos los tiempos. La suya es una manera simple, estremecedora en su claridad. Presencia que ha estado siempre entre nosotros, no inventada, no sustraída del silencio, llamado que habla desde todos los rostros, que resuena incluso cuando no parece haber nadie dispuesto a custodiarlo.


Palabra eterna, linterna para todas las oscuridades que el hombre va sembrando. Oración lúcida, que convoca, que nombra. Acaso sea esa su fuerza suprema: su fuego nos llama, nos reclama con nuestro propio nombre y en ese vocablo nos deja ser inmortales.


Por ventura el mito está tejido con hilos para el yo y el tú. Su voz es coral, integradora.

No selecciona, acoge, no distingue, recoge. Su dictado es un nosotros hecho de todos nosotros. Uno no se pregunta quién es, uno sabe que está ahí, que es considerado por otros, tenido en cuenta siempre.

Esa es su magia y por eso de él se desprende la búsqueda de los poetas. La poesía también es integradora pero tiene que trabajar afanosamente para lograr, quizás por momentos, esa plenitud, naturalidad, facilidad, claridad, que la cadencia mítica realiza sin esfuerzo.


Para nosotros lectores, huérfanos de una voz que sea casa, los mitos se deslizan como el aliento, son para el hombre su respiración. Enseñan a compartir el aire, como si el que cada quien respira viniera ya endulzado, amansado, iluminado por el aliento de otros. 
 

Es imposible estar solo, el mito es compañía, comunidad. Y desde ahí es la simplicidad en persona. Por fin no queda nada difícil, nada que interpretar, incluso nada que esperar.
 

En el mito todo es presencia, el único tiempo, un presente sin fisura y sin brechas. Un tiempo que es un punto, la punta del milagro, la puntuación del instante que no se divide ni se reparte. El instante milagro que no se parte si no se comparte.

Estamos cansados de buscar lo que no se da. El futuro existe para seguirnos defraudando.  Pero si eso es tan solo el mito que hemos colocado en el vacío dejado por nuestros mitos. La historia es el mito de los huérfanos del tiempo. Solo que a cada momento él regresa, en forma de dios o de voces y rostros y manos. La naturaleza se anima, las formas se llenan de vibración. Una luz que no conocemos se instala entre nosotros.


Esa felicidad existe si insistimos. Con una perseverancia que no es laboriosa. Es más bien la facultad de deponer todo esfuerzo y disponer plenamente de nosotros. Acaso nos asombre poder ser felices. Que la plenitud no sea el reino del casi o el nunca. El mito es afirmación, un no esforzarse ni cansarse ni sufrir por tenernos. Es lo que se da de una vez sin cansancio ni acoso.


Creo queno hay una forma más abierta de llegar al mito que conversar. Ese espacio no se compara con nada. El saludo, las sílabas breves y luminosas, un sí, un tal vez, un de seguro. Entonces todo se da, el mundo se abre, el cielo vibra sobre nosotros. 
 

Los dioses nos piden que tengamos tiempo. Total, somos los hombres quienes nos mantenemos ocupados, concentrados, aferrados a algo. La conversación regala la distensión necesaria. Pienso que es el único milagro, la única esperanza. Ahora que la esperanza parece brotar de nuestra desesperación.

Cabe preguntar a nuestro interlocutor qué mito recuerda. Que nos cuente algo, que multiplique nuestro tiempo en su propio relato. Entre tanto, hablar depone toda intención, desvía nuestra atención hacia lo que realmente importa. El relato de esa voz nos quiere distraídos, mansos, dulces hasta la servicialidad y los sueños.


Lo que pasa entonces es que desaparece la muerte. La conversación es la puerta que lleva a la eternidad. Más inocente que el amor, más desnuda que la amistad, más confiable que la soledad. Un caminar juntos, un saludar, un despedirse. 
 

El mito es la conciencia de nuestra propia conciencia. Sabemos quiénes somos, sentimos de nuevo el llamado y la casa está abierta, de par en par, con puertas amigables que no debieron juntarse nunca.

Queda algo, hay cosas, todo está alineado y perfecto. De pronto se interrumpen en nosotros las facultades apremiantes de la distinción y la medida. El mito nos deja entrar en lo inmenso, lo inconmensurable, lo eterno. Desaparecida toda confusión, depuesta la pasión, aquietada la angustia, todo juega con todo.


Lo que importa, lo que realmente cuenta, es que podamos, cuando parece que no queda sino la uña del poder, salvar la vida de muchos. El mito permite reducir a la muerte.
 

Rescatar a los hombres, devolverlos a la pradera y el viento.

Acaso llegue para nosotros la hora en que querer y creer y crear, se acerquen y piensen lo mismo. La maravilla de ser hombres, lo más vulnerable, la fragilidad en persona. Ante esa conciencia de nuestra nimiedad el mito nos regala la compasión más plena, la que sienten por nosotros los árboles y la lluvia.



Y esa otra compasión, aquella que en los mitos nos otorgan los animales.





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jueves, 11 de abril de 2013

Las razones del corazón


Prefiero el corazón. Siempre que acudo a él me responde. Con dulzura o dureza, asordinado o frenético, está siempre ahí, dentro mío.

El alma es huidiza, hay que estar una y otra vez interpretándola. El corazón, por el contrario, activa su música, su latido son mis pasos, mi respiración y mi sangre.

El alma ni siquiera sé dónde hallarla. ¿Acaso se escapa por los rincones? Inasible, tropiezo con ella una que otra vez. Repta en mis extravíos, espía mis atenciones y mis rodeos. No me deja tranquilo. Dudo incluso que exista de lo entremetida que es.

El alma carece de música, me digo, cómo se puede confiar en algo que no emite sonidos.

¡Qué diferencia el corazón! Todo él amigables compases. Ayuda a suavizar las penas, apura los instantes eternos, forcejea con el aburrimiento, deja que la rabia se escape con el aire que inspira.

El corazón atempera los sentimientos, amansa las pasiones, intensifica los goces. Dice “acaso sea así”, recuerda a cada segundo que somos y no somos.

Por el contrario, todo en el alma es contundencia. Se asocian a ella los más crueles cilicios: los deberes, los intangibles morales, las órdenes. Toda obediencia sale del alma y a ella regresa.

Amo las razones que tienen corazón. Aquellas que son sólo alma no me merecen confianza. No me atraen las palabras que brotan de almitas juiciosas y avaras. El que tanto pondera el alma a lo mejor quiere darnos motivos para obedecerle.

Mi corazón oye, mira, olfatea. El conocimiento tiene en él su órgano fiel. Los objetos, los métodos, los instrumentos de las ciencias, se afinan allí. Los conceptos y las certezas son el humo que sale de su combustión.

El corazón arde mientras el alma está fría. Creo que ella es una especie de ceniza que quedó de fuegos antiguos. ¡Es tan precavida, tan reflexiva, tan omnisciente!.

Al alma se la asocia a la conciencia, cuando se persigue, se fisgonea, no se deja a sí misma tranquila. Por eso se vuelve fácilmente mala conciencia. Uno se sufre desde el alma, ella camina por el cuerpo regando tristeza.

No solo el cuerpo individual, singular, el cuerpo íntimo. También el cuerpo social está dolido por tener tanta alma. El alma es la demasía en el cuerpo.

El corazón es un punto de encuentro. No pretende ser un centro, no recela ni retiene nada. Todo lo que llega a él sale incitado a seguir su andadura.

Lo mejor de nosotros, nuestra generosidad, nuestro empeño, nuestro desprendimiento, nuestra creatividad, y también la paciencia, la compasión, la comprensión, la confianza, todo eso el corazón lo modula, lo anima, lo empuja. Lo otro es la rectitud, entre piadosa y calculadora, de un alma meticulosa y monótona.

Volver al cuerpo. Aprender a oír el corazón en su tambor inquietante. En el pecho del ser amado, en las palabras de un extraño, en las manos que llaman y en las que se abren.

El corazón templa el dolor, atempera las alegrías, riega nuestras vidas con palabras que son sus afluentes discretos.

Le propongo al señor Rector que abra un concurso para buscar un lema para la universidad capaz de hacer resonar las razones del corazón.




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lunes, 1 de abril de 2013

La frase única


Estaríamos preparados para salir a buscar. Una sola frase, abierta a todos, dócil y esquiva como la arboleda o el mar.

Una frase dispuesta a llevarnos por el silencio hasta nosotros mismos. Una frase maternal, sabia y discreta.

Nos cansa a veces que haya tantas palabras. Y con ellas tantos modos de perderse en el mundo. Gritos, interjecciones, mandatos. Nos sentimos intimidados por nuestra babel.

Una frase única, la misma en todas las lenguas. Prometedora sin evasión, rica sin ostentaciones. A la vez casi discreta, jugando a hundirse en su propio secreto.

Es un sueño y a lo mejor la escuchemos en sueños. Allí donde estamos solos y a la vez abrazados. Y de pronto una voz, también única, inconcebible en su belleza y precisión, una música perfecta, más bella que el follaje en la brisa.

Una voz que nos diga dónde ir, qué camino escoger en la noche de las encrucijadas.

Pero voces así ya no quedan. Para buscar por su nombre en el río a los desaparecidos.

Una frase. Sin estridencia o jactancia. La espera que no pide nada, el abandono sin ruegos.

¿Entre nosotros cuál sería? Cuando el conocimiento pretende haberlo dicho ya todo. 

Acaso no sea de la ciencia de quien haya que esperarla. Sus fórmulas prefiguran casi todas realidades siniestras. 

La ciencia que dice, ‘es preferible, presumible, previsible’. Y pasa sin consideración del dicho a los hechos. Las frases impacientes, conquistadoras insaciables. 

Frases artefactos, certezas sin piedad ni templanza. La ciencia cree y crea y forcejea. La realidad le teme con razón, su boca insaciable.

Ha de venir más bien del miedo y de la compasión y del desamparo y de la amistad sin esperanza. 

Dirá lo mínimo, no se atreverá a agregar ya más nada. Acaso un ‘ven’ o un ‘acércate’. 

Tal vez murmure, ‘aquí estoy’. Y se quedará callada y no tendrá que agregar ya otra cosa.

Cuando nos oyen esa sobreabundancia de frases que nos caracteriza, más de uno nos mira como diciendo, ‘no digas ya nada’.

Con la sabiduría que da el dolor nos pedirán que nos recojamos, que no vociferemos, que no es nuestra verdad puntuada y recitada la que calmará las heridas.

Estamos buscando, acaso sin saber, la única frase. Parecemos perdidos mientras buscamos. No nos rodeamos a nosotros mismos, nuestra paciencia la guarda, nuestra bondad la aguarda, nuestra intrepidez la resguarda.

Es como si una voz quisiera decirnos, ‘aparta tu lengua de esa brasa. Es hora de recogerse en el temple de un mutismo sin ansia’.

Hablar será entonces abrir los ojos. Y a lo mejor, en el muro de la ignominia se escriba algo, unas cuantas palabras, recogidas con estupor y sin rabia.

Porque la frase única no será con seguridad rayada con mano soberbia. Será un viento, una nube, una brisa ligera. Y será menester aguzar la mirada.

Y pasar esa frase como un anillo, de mano en mano, de corazón a corazón.

La frase de la mañana sin llanto. Las manos se encargarán de lavar en ella la sangre. Y las palabras brillarán, como brillan los niños cuando anochece.





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jueves, 7 de marzo de 2013

Caminos

Estudiar, mantenerse leyendo, pensando, escribiendo. Proyectar, proponer, dilucidar.
Reunirse. Con los compañeros y amigos, en grupo, en las aulas, con los profesores, en los prados y cafeterías. Disfrutar el encuentro, escuchar, responder, volver a preguntar.

No irse cuando suenen las bombas. Menos aún ponerse pasivamente a mirar. No puede ser un espectáculo, un hábito, una diversión.

¿Acaso es que todo esto se ha vuelto parte de nuestro paisaje, un componente pintoresco de nuestros días aquí?

Lo que está pasando es horrible, estamos jugando con fuego. Hay que decir ‘no’, ‘no más’.

¿Acaso no nos damos cuenta de la gravedad de los hechos? Hay personas que están saliendo heridas y mutiladas de estas refriegas.

Me contaron que una mamá escribió un mail diciendo: ‘explíquenme por qué mi hijo está preso en el pánico. Fue a una inducción y regresó a casa sobrecogido de pavor’.

¿Por qué no publican ese correo? Qué firme suena esa voz, alguien que reacciona y se muestra dolida, aterrada, ofendida. El asunto es de dignidad.

Y nosotros aquí no decimos casi nada. Casi nadie, nada de nada. ¿Estaremos dormidos en el veneno?¿O sumidos en el activismo científico que parece dar la espalda a una temible realidad?

No es una sola. Son varias las universidades UdeA.  Lo acepto, acojo esa conciencia de la diversidad. Solo que me temo que una realidad se está devorando las otras.

Creo que hay que protestar y decir, ‘deténganse ya’. No más asonadas ni bombas ni refriegas. La universidad es una reserva intelectual y moral, un derecho otorgado por los ciudadanos, una responsabilidad individual y colectiva.

Hay que ahuyentar de ella el terror y proponer formas de vida que no tengan que pasar por la humillación y los atropellos.

Es asunto de todos y cada uno. Hemos de apelar al tú a tú, tan adormecido entre nosotros en estos tiempos.

Y hablar y decirle al agitador, ‘no más compañero’, improvisar marchas pacíficas, que digan y griten, ‘no más’ y aulas activas y cátedras siempre abiertas, a la inteligencia, al aire de la meditación, a la felicidad del estudio compartido, el análisis ingenioso, la propuesta fresca y renovadora.

¿Nos vamos a dejar arrastrar por el río de la indolencia? Estamos anonadados, tenemos que despertar y solidarizarnos y cuidar la vida y la libertad, bienes preciosos conculcados por quienes imponen su furor a diestra y siniestra y que parecen no querer que estemos aquí haciendo lo más digno: estudiar, conversar, amar, soñar, inventar.

Señor rector: le propongo que lidere y convoque una jornada de pensamiento, un encuentro de todos los universitarios que permita expresar la estupefacción ante el hecho de que salgan de aquí cada vez más personas maltratadas o heridas, una jornada en que renovemos nuestros votos por el estudio, la pasión más revolucionaria y más noble.

Una jornada permanente en que sellemos el pacto por una universidad que no siga siendo vejada y mutilada.

Ante una situación repetida una y otra vez, nuestro Sísifo, me resisto a creer que no haya salidas.




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lunes, 18 de febrero de 2013

Envejecer

Acaso aquí se tenga derecho a envejecer. A lo mejor porque ella, la vejez, es una difícil conquista.

Podemos pensar que los mejores años están por venir, que el conocimiento y la verdad exigen paciencia.

Uno se prepara toda una vida. Espera, madura lentamente. A veces pasan meses y años de sequía. Y de pronto, un misterioso florecer anuncia sus vuelos.

Amo los destellos de la edad, los rebrotes ligeros. La juventud es la sal de la universidad. Su brío, su frescura, su ángel.

Pero también es cierto que en asuntos de edad nada es del todo fijo. Hay quienes envejecen a la más tierna edad, quienes agotan su vida en los años fogosos.

También hay seres que nunca llegan a la infancia, edad que, como sabemos, aparece al final.

Las edades se mezclan, se cruzan, nacen y mueren repentinamente. Es difícil estar preparado para cada edad. Y más difícil aún inventar, mientras se vive, edades distintas, relaciones nuevas, extinciones y despertares súbitos.

Sería de esperar que la universidad nos dejara experimentar con las edades de la vida. Como ella, también el conocimiento es sorpresivo, imprevisible, milagroso. Cada verdad tiene su propia edad, dura lo que tiene que durar y luego se aleja.

Qué bueno fuera que entre nosotros la vida no se suceda abatida por el aburrimiento. Fernando Pessoa dice que debemos aprender a monotonizar la existencia. Sólo así estaremos preparados para lo nuevo.

El conocimiento fatiga, es arduo, a veces árido. Y de pronto, cuando menos lo esperamos, reverdece y alumbra.

Pero hablaba de envejecer. Hay personas que me preguntan el límite de mi edad en el trabajo. Sé que eso está previsto, que la ley intenta ser precisa al respecto.

Solo que, viéndolo bien, eso no debería obsesionar. Cada cual irá viendo. Y lo lógico es que las normas acompañen de manera sabia y discreta. Que dejen que cada quien sepa hallar sus edades y en particular la de irse.

Lo que se dice de la vejez suele ser agudo y justo. Las culturas más robustas veneran a sus viejos. Solo la mezquindad de la competencia y la obsesión por el éxito los relega y excluye.

El viejo sabe porque ha vivido que mientras más se vive menos se sabe. En eso consiste su experiencia.

La sabiduría es una docta ignorancia. El viejo asiente y pregunta, se reserva en la aguda prudencia. Escucha mientras otros hablan, es más lo que medita que lo que dice.

He pensado mucho en eso: la universidad debería ser menos ruidosa, tendría que ser más lo que calla que lo que pregona. Y cuando se pronuncie que parta en dos el silencio.

Siempre me acuerdo que corría detrás de los viejos. Quería preguntarles algo pero sobre todo arroparme en su sombra.

Ahora que envejezco siento alegría por poder trabajar con los jóvenes. No porque tenga algo que enseñar o porque la verdad esté de mi lado. Más bien para compartir con ellos la perplejidad, el que cada día está hecho de recodos y sutiles secretos.

La mayor ventaja que da envejecer es que lo que uno hace es por nada, que no se espera nada distinto a vivir y entregarse completo.

Pues el tiempo gotea en las palabras y ese es su consuelo.

La vejez es la edad de la plenitud gozosa - dolorosa. En ella uno recibe infinitamente más de lo que da.


Uno presiente que empezó a envejecer cuando la gratitud es la palabra para todas las horas.




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