jueves, 10 de octubre de 2013

Uno solo de esos muchachos


Bastaría acercarse a uno solo de esos muchachos. Verlo con ojos de la última vez. Y pensar, ahí está, en su silencio de piedra.

Y empezar a llamarlo, con un solo nombre, rojo como un fuego recién segado. Contra esa piedra el nombre chocará y el rostro ausente no brillará nunca más.

Y entonces sentir el terror, la desolación, uno solo de esos muchachos era todo un mundo. Y ha sido roto, en la vecindad de su alero, apagado por el terco metal.

En los baldíos de una ciudad sin alma. Apática y cruel, rabiosa y cansada. Una calle oscurecida por el odio, repleta de obstinación y recelo.

Habría que pensar en uno solo de esos muchachos. Las manos asesinas opacan los ojos, depositan su polvo en cuencas tempranas.

Uno de ellos y la impotencia para hacerlo vivir otra vez, junto a nosotros, su madre y hermana, en la intimidad de un hijo que espera que alguien lo acoja y no encuentra a nadie.

Muchachos encerrados en la oscuridad, sin un sí o un no, sin poder dudar ni respirar su desgracia.

Uno solo debería bastar. Que esa piedra nos llame y repique en nosotros. Muertos tempranos rasgando nuestra frialdad, reclamando a gritos su vida completa.

Un muchacho menos es una puerta sellada. Una forma que se arranca al inventario de dios.

No llegamos a presentir lo que perdemos. Oídos que se apagan sin hallar su propio nombre. Y las palabras anónimas, tristes por tantos cuerpos muertos.

Esos muchachos claman por nosotros y nuestras voces se van extraviando, enloquecen, son un desespero.

Da pena vivir aquí y no sabremos cuánto tiempo tomará restituir por ellos, en su nombre, una justicia que ni siquiera imaginamos. 

Podríamos acaso abrigarlos en el hueco de nuestra voz. Abrir allí una grieta para que pasen tantas almas blancas que llegarían a ser nuestra sal.

Uno solo de esos muchachos, el que guarda su desilusión en parcas palabras. Uno que quiera llegar a viejo, con una sabiduría que le impida morir antes de tiempo.

Cómo llegar a encauzar, siquiera una vez, esa sangre estrujada por la vileza. Y atajarla, detener su caída en el fango o la arena. 

Decirle, estoy contigo, somos los dos o nadie y entonces dios o lo que queda de él se acordará de nosotros y nos dejará pasar.

Al otro lado una pradera, un río estrecho y sosegado en el que el hombre descanse con el hombre en hora callada.

Volver a casa. Hallar el fuego, la cama tibia, la lenta ventana. Quedarse a vivir allí sin la mancha feroz de tanta vileza.

Uno solo de esos muchachos y las ganas intactas de volver a encontrarle.






[También publicado en el portal UdeA Noticias]

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