martes, 26 de noviembre de 2013

Cancelar

Es de esperar que la universidad esté siempre abierta. Esa es su vocación, a estar abierta está destinada.

Por su razón de ser, por su talante y talentos. La universidad no restringe días ni noches. 

Es como el espíritu, siempre despierta, en ebullición, inquietante e inquieta.

Si a la universidad se la cierra, algo muy grave está pasando. Está ella en peligro, en manos de quién sabe quién y de qué. Ella no debiera conjugar nunca el verbo cancelar.

Llevo cerca de 20 años en la universidad y nunca me había tocado asistir a la conjugación de ese verbo. Eso contraviene la naturaleza de ella y de uno como profesor. 

Lo mismo que atenta contra todos y cada uno de los estudiantes.

Y si, como dicen algunos, no hay más remedio que hacerlo, mínimo aquellos que lo firman y deciden, tendrían que estar preparados para conducir esa acción y enfrentar sus terribles consecuencias.

Cancelar un curso, muchos cursos, un semestre, es sinónimo de perder, anular. Cancelar es abolir y borrar.

¿Qué ha pasado entre tanto? Uno esperaría que estas cancelaciones estuviesen acompañadas de la conciencia de sus efectos. Así como de las medidas que garanticen que lo que nos llevó a este extremo no va a pasar nunca más.

Pero no hay nada de eso. Como si nadie quisiera darse cuenta, como si no doliera, como si pudiéramos vivir en medio de lo que nos cancela.

Si la universidad cancela lo que es su razón de ser, arriesga con suprimirse a sí misma. 

Es lo que siento, lo que temo: esta cancelación, que ahora intenta matizarse retóricamente diciendo que no es total, es una puerta que se cierra.

Para conjugar ese verbo terrible debiera al menos hacerse patente la valentía para reconocer y afrontar responsabilidades. Pero en nuestra universidad el espíritu de autocrítica parece ser una planta que fue algún día arrancada de raíz.

¿Quién está dispuesto a decir el primero: cometí estos y estos errores? Pero nadie lo dice, cada uno se esconde, las responsabilidades se diluyen.

En lugar de esa urgente humildad, hay aquí una arrogancia que no nos deja respirar. 

Cada uno sostiene y defiende como única su propia verdad. La universidad parece tomada por grupos de interés que no parecen dispuestos a ceder en nada.

Qué terrible resulta que el efecto de ese ofuscamiento sea la pérdida del semestre en los pregrados. Los caminos obtusos de nuestra manera de practicar la política nos llevan a esa ofrenda irresponsable: entregamos impunemente un tiempo que no es nuestro, tiramos por la borda recursos que no nos pertenecen. ¡Qué arrogancia tan cara, qué detrimento tan vergonzoso!

Y para asumir responsabilidades nadie dice: esta boca es mía. Ya vienen las vacaciones, llegó diciembre con su alegría y San enero resolverá mágicamente las penas.

¡Mentira! Me temo que no es así, esta cancelación a diestra y siniestra, de la que todos somos responsables, cada uno en alguna medida, nos llevará a cruzar una línea de no retorno. Hacia nuevos cierres y agresiones y diálogos sordos.

Parece mentira que en nuestra universidad no podamos hablar ni entendernos los diversos actores. La universidad, casa de las palabras, se volvió un lugar de sordos, nadie oye a nadie, cada grupo planea, calcula sus estrategias.

¿Quién sufre por eso? ¿A quién afecta este ir y venir de simulacros de diálogo y revanchas y mutuas acusaciones? ¿Quién padece los efectos de esta “revolución continua”? Pues todos, cada uno de los estudiantes y nosotros los profesores y los directivos, quienes también, en su mayoría, son profesores. Pero sobre todo el pueblo, al que decimos defender y al que a la hora de la verdad damos la espalda con peleas que a los ciudadanos les parecen puras pataletas.

Yo creo que se nos espera una labor urgente e inmensa: pensar otra vez lo que hacemos, lo que no hemos hecho bien a lo largo de los años. Es un pensamiento exigente y, a la vez, el más simple: la universidad es un lugar para gozar e inventar y vivir a plenitud la pasión de saber, preguntar, estudiar, investigar. Todo ello en medio de la vida íntegra de los espíritus.

Pero todo parece indicar que aquí el verbo estudiar cayó en desgracia hace tiempos. 

Cada vez se estudia menos y es porque parece que hay cosas más importantes: tal vez cambiar el mundo, hacer la revolución o repartirse cuotas de poder.

¡Qué falta de respeto con la universidad! El saber es un derecho, estudiar es una obligación, aprender es una urgencia. ¿Quién está dispuesto a defender esa causa?

Creo que debemos hacerlo todos y debiera crecer como una ola refrescante una corriente de espíritus dispuestos a defender ese derecho, en nombre nuestro y de los ciudadanos. ¿O es que vamos a seguir quemando el dinero público en paros y diálogos infructuosos y tropeles?

Me ha asombrado hasta qué punto ha llegado la confusión. Nadie sabe lo que pasa, no hay voces sensatas y lúcidas. Cada comunicado agrega perplejidad, cada decisión nos precipita más en el abismo. ¿Dónde quedaron nuestras inteligencias, esas que actúan y piensan al mismo tiempo?

Aquellos de quienes esperamos liderazgo y lucidez se retraen, dicen que no les corresponde. Los órganos de dirección se reúnen pero no aciertan, parece que no hubiera entre nosotros vocación para hablar, convencer, decidir. La universidad es hoy por hoy un barco a la deriva.

Entre tanto, el verbo estudiar ha sido callado a la fuerza. La universidad está quieta, varada, impotente. ¿Quién la va a mover de ese banco de arena?

El verbo estudiar yace mudo, vapuleado hoy por hoy por el verbo cancelar.




[También publicado en el portal UdeA Noticias]

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