martes, 25 de febrero de 2014

Esa es la realidad

Me disponía a hablar con un meditador. Lo había leído pero hablar frente a frente es otra cosa. Tenía curiosidad y pudor y algo de nervios.

Alto, delgado, silueta que al caminar algo se inclina. De inmediato la simpatía, la acogida, la dulzura en el tono. Y de entrada una sonrisa amplia, desprevenida, sin doblez.

No exenta de una cierta malicia. Una sonrisa pura pero no vacía o hueca, por el contrario, llena de una cierta luz, como si me advirtiera, ‘no sabes lo que te espera, acepté pero estoy dispuesto a hablar con libertad, sin callarme nada’.

Pero no amenazante. Más bien una sonrisa cómplice, del que invita a jugar y promete que saldré ileso. Sonrisa de alegría real, satisfecha.

Me detengo en la sonrisa porque es el rasgo que me regaló de entrada, me hubiera bastado con ella, sentí que se me daba ahí completo, que ya lo conocía y me desbordaba. Su magnanimidad, su ser legible, su acento pleno y acorde.

No es común conocer a alguien íntegro. El Padre Hernando Uribe, carmelita descalzo, es así, lleno sin desbordamiento, contenido en su vibración, discreto en su brillo, apacible en su turbulencia.

La proximidad de un místico me perturbaba. Pero su cumplida atención disolvió de golpe las barreras. Lo admiré más pero ya sin devoción ni distancia.

Llegar hasta Monticello, la casa de los Carmelitas descalzos en Medellín, supuso vencer pequeños obstáculos. Las calles de acceso están por estos días cerradas. Para romper el hielo le dije al padre Hernando: no fue fácil llegar hasta aquí. Me sorprendió diciendo: lo de Space, lo de Interbolsa, son dos signos de nuestra idiosincrasia: nos devora la ambición, la codicia, la esclavitud hacia el dinero.

Y me contó que le habían pedido para la conmemoración de los 100 años de la SAI (Sociedad antioqueña de ingenieros) un escrito suyo. Fue por el libro, me dio a leer la página. En ella el Padre Uribe desarrolla esa idea de la idiosincrasia, denuncia el atropello de las construcciones, dice que los cerros del Poblado se convirtieron, por gracia de la voracidad de los constructores, en el tugurio más grande de América latina.

Extraño místico, pensé, entre sorprendido y maravillado. Imaginé encontrar en él un ser desapegado, flotando en su meditación, un poco indiferente a las cosas del mundo. Algo le dije que lo llevó a responder: amo las cosas de este mundo, todas las cosas, lo maravilloso y lo pequeño, todas y cada una de las criaturas.

Por sobre todo el ser humano, complejo, misterioso, contradictorio. Inclinado al bien y al mal, moldeado y desbordado por el amor.

El Padre Hernando Uribe habla con ilación cortante, deslumbrante vivacidad, destellos de inteligencia superior. No se deja llevar por el entusiasmo, no se arrebata de pasión. Su habla es una “llama de amor viva”.

Discurre, piensa, no titubea. Su palabra es tranquila, la lleva su respiración, “casa sosegada”. Hablamos de la bondad, de Dios, de las palabras, don maravilloso e inagotable.

Fija su atención en lo que nos pasa, deja ver su preocupación por el olvido de lo esencial. El vértigo no nos deja ver ni oír ni entender. Me sorprende con este pensamiento: vamos hacia la infancia, cada hombre tiene que llegar al niño que le espera: la luz, la desnudez, el misterio.

Está convencido de la nuez del misterio y del destino del hombre con él. Por momentos me da brega seguirle, me quedo en las palabras que va pronunciando y ya están allí otras, igual de intensas y claras. Pero, de pronto, dejo de preocuparme por eso, cada palabra suya, cada frase, me envuelve, me lleva.

Ya no es asunto de comprender sino de prenderse y me prendo y aprendo y me desprendo y me voy dejando ir, llevado por su sabiduría, su seguridad, su sosiego.

Quizás fue eso lo que se me fue dando: un misterioso sosiego, nada sobrenatural, una serenidad de este mundo, que sale de las cosas de esta vida. La vida, el don de la vida. El Padre Hernando Uribe dice que cada uno llega a su límite completo.

Y pensé: es un místico: elemental, casi simple, mientras habla va desnudando instantes. El tiempo, no el sentimiento de la brevedad ni la caducidad. La eternidad aquí, hecha de las cosas y los seres: miedos, fatigas, esperanzas.

El Padre Hernando Uribe no prescinde de nada, no tiene que negarse ni abandonarse, ni dejarse solo. Está poblado. Habla de Space y de Dios, de la malicia paisa y de la luz, de la bandeja paisa y del alimento espiritual.

Todo con todo, él entre todo, todo en él sin ansiedad ni nostalgia. Es un místico de un instante cualquiera.

Le pregunto por los libros, su escritura y lectura. Me ha sorprendido en sus artículos su trato vivo con los poetas. Él insiste, me dice: Carlos, lo que importan son los hombres, usted es profesor, no olvide nunca eso: el trato, la amistad.

Lo que inquieta es el hombre, terrible, preciosa criatura. Me fascina que me diga Carlos, le agradezco ese gesto y él me dice, el nombre es una ventana para mirar a las otras personas, con discreción pero a la vez con fuerza, como un viento fino y cortante.

Dice que cada uno es llamado por su nombre y que el ruido no deja oír. Dice que ese llamado viene de adentro. Uno se llama a sí mismo, alguien lo llama a uno desde uno. No sabemos quién es pero cada uno tiene ese llamado, esa llama.

Caigo de pronto en cuenta de algo: el Padre Hernando Uribe termina cada párrafo de nuestra conversación con una frase: la realidad es esa. No es una muletilla, pienso. 
Es algo maravilloso, un gesto de devolver la palabra, sin ínfulas ni énfasis

Es como si me dijese, ‘le devuelvo las palabras ahí las tiene, espero no haberlas maltratado’. Pero también: ‘le devuelvo la realidad a la que esas palabras visitan.

Creo que esa es la realidad, espero no haberla deformado, es lo que nos pasa, decimos cosas y la realidad se oscurece’. Pero también: ‘mientras hablamos la realidad va con nosotros, flotamos en ella, estamos juntos ahora, conversar es convivir, intensificar la realidad, estar juntos dentro’.

No podía despedirme de él sin preguntarle por San Juan de la Cruz. Su rostro se ilumina, con palabras un poco más rápidas me dice: es un prodigio, y me habla de la pobreza, la lucidez, la intensidad, la sencillez. Todos ellos dones de un hombre excepcional, uno que fue llamado, alguien que responde por su nombre.

San Juan de la Cruz ha sido para mí el poeta de los poetas. Le digo eso. Y él de pronto, con una naturalidad y una dulzura de fuente, me entrega, me regala unos versos del Cántico espiritual. Su voz se torna más dulce, casi apagada. Es así como debe decirse la poesía, con pobreza, sin elocuencia.

Habitado por esos versos, el Padre Hernando Uribe se muestra como el hombre más sencillo y verdadero que he conocido.

Esos poemas brillaron entre nosotros. Y me sentí feliz y pensé: es un poeta, un místico poeta. Y agradecí el que en esta ciudad de sordos haya hombres así, pensándola desde dentro, apartados y a la vez inmersos, absortos y comprometidos hasta la médula.

Al final el Padre Hernando Uribe me dijo: Carlos, espere aquí un momento. Al rato regresó, me traía regalos: la antología de sus artículos en los periódicos en una hermosa edición de los Carmelitas descalzos, piedras preciosas de gran belleza que he seguido por años y la obra completa de San Juan de la Cruz.



[Publicado también en el portal UdeA Noticias]

jueves, 13 de febrero de 2014

Tintiar

A veces hay un silencio delicado en este campus, una serenidad esparcida en el aire que aclara los ojos y desnuda la voz.

En él flotamos, a él nos debemos, es la niebla del pensamiento, la atmósfera delicada de los días de estudio.

Muchachos y muchachas, personas calladas, lentas parsimoniosas. De acá para allá, saben donde van, alguien o algo los espera.

Están abiertas las aulas, activos los laboratorios. Las oficinas de los profes rebosan confianza.

La U tiene las pilas puestas. La biblioteca borbotea. Los libros se frotan esperanzados en los anaqueles.

Hierve también la política, los temas van pasando de boca en boca. Los cambios, los proyectos, las expectativas. Y también los nudos ciegos, los traumas, las amenazas.


Entre tanto yo sigo también mis derivas. Mis Diálogos, la inminencia de mis cursos, mi escritura y lectura. Y las reuniones, gentes que me proponen encuentros. 

Me siento muy a gusto, casi feliz, pletórico diría, aún en medio de esa dulce melancolía que sazona mis días y sombrea mis horas.

Pero así soy yo, me digo, contradictorio, feliz y alicaído, tranquilo e inquieto. Cada uno es como es, dentro y fuera.

En estos días le oí a una maravillosa persona, la maestra María Teresa Uribe de Hincapié, un elogio precioso de la universidad. Ella dice: es el lugar para la igualdad, el aire perfecto para ser uno, otros y uno, otros con uno, todos los otros nosotros. 

Agregó: en la U he sido feliz, es el mejor sitio que se pueda imaginar.

Volví a la U después de esa charla con esa certeza. Se siente en el aire, la U es lo máximo. Y ella, amante de los tintos y el buen cigarrillo, me dijo que los mejores tintos se los ha tomado aquí.

Eso de los tintos en la U es toda una gracia. Punto de convergencia, lugar de encuentro, en el tinto se ventila todo: las dudas, los proyectos, los amores, las diferencias, las desgracias, los temores, las ilusiones.

Se tintea para la amistad y la ciencia, para la alegría y la pena, se sueña lo imposible y se planea sobre lo posible. Tanto que creo que hemos inventado ese verbo y lo hemos llenado de sabor: tintiar.

Tintiemos. Y la U se mueve con esos imanes. Se ven por esos lares los vicerrectores, tintiando ellos también, el Rector tintea parejo en sus reuniones y consejos. Tintean los revolucionarios, los reaccionarios, los mamertos, los nerdos, los iluminados, los obtusos, los buenos y no tan buenos, los comprometidos y los neutros.

Resulta que tintiar nos suaviza, ayuda a entender, disuelve los enconos. El café es fluido, humea las ideas, las deja mezclarse en pleno desvelo.

Con el tinto la gente se demora, se enamora de la U, se dedica a disolver oscuros temores. A lo que más miedo le tiene María Teresa Uribe es al miedo: lo ha estudiado, lo enfrenta, le opone su inagotable clemencia.

Me dice: el miedo es una de las madres de la violencia. Es rechazo, ataque anticipado, asedio y cerco para el miedo de los otros. Nos matamos para apartar el miedo a la muerte.

La universidad debiera inventar formas de vencer el miedo. Si bien él propicia a veces acciones liberadoras, por lo general estruja el alma y paraliza el entendimiento.

María Teresa Uribe me dice, hay que acorralar el miedo si queremos devolver la sangre a su cauce. Todos tenemos miedo, es una hermandad, hay que volverlo lúcido y conciliador.

Convendría desear que cuando nos desesperemos y la crueldad nos asalte y los fantasmas de la agresividad se insinúen, ahí están los tintos sosegados.

Su dulce amargor parece decirnos: lo que un café compartido no resuelva no existe, el tinto es la espesura, la suavidad comprensiva, el aroma dispuesto a envolver la razón.

Los muchos tintos compartidos escriben y guardan las historias de este mundo.

María Teresa Uribe me habla del paraíso que para ella ha sido la universidad y saborea feliz su cigarrillo y de su taza de café se levanta, gozoso, el humo de la realización en su delicada y sabia palabra.



[También publicado en el portal UdeA Noticias]

martes, 4 de febrero de 2014

Revistas

Corrientes de ideas, pensamientos ávidos de interlocutor, propuestas: todo ello convive en las revistas de la universidad.

Y en todas ellas personas, hombres y mujeres que buscan, se mueven, se enfrentan a la verdad y las dudas. Un juego, un riesgo, una aventura.

Pensar en soledad y también en grupo. Lo que está en la mente es el ansia de empujar los límites, ir un paso más allá, vencer las barreras.

El miedo de la academia, su demonio, son los saberes que se estratifican. La conformidad, la marea quieta, las idolatrías. Ella quiere siempre otra cosa, poner a prueba, retar, licuar el estado sólido.

Todo ello en medio de la dificultad. Si es un juego lo es por su alta exigencia. La academia no quiere cambiar por cambiar, sabe lo que ha costado llegar a ciertas cimas y por eso las acoge y respeta.

Pero a la vez está destinada a ponerlas a prueba. No hay que olvidar el koan zen: cuando llegues a la cima de una montaña sigue subiendo.

La verdad misma quiere eso. Guarda en su nuez el germen de la inquietud, siendo como es lo menos acomodado que se pueda imaginar.

Es ella la que sirve de acicate a sus pretendientes. Insinúa, se muestra, seduce, se abisma a sí misma y pone a prueba a sus indagadores. Por eso el trato con ella es como un amor que no se reduce a conquistar. 

El amante y la amada se reclaman uno al otro el derecho a ir cada uno por su lado más lejos.

La verdad es un lugar de tránsito, una incitación al salto, un punto de inflexión. En la universidad hay un descontento feliz, nos jalona una insatisfacción alegre y sin pausa. Acá no llegamos nunca, lo nuestro es un viraje perpetuo.

Y las revistas registran ese pulso, ese ritmo, esa intensidad. Por eso no se reducen a mostrar resultados, no son arrogantes sino papeles sensibles a las ondulaciones. Allí se marcan los trazos de nuestros latidos espirituales.

Las revistas son puntos de cruce. En ellas nos topamos unos con otros y cada uno consigo. Las disciplinas se miran en esos espejos pero también escuchan allí la voz de sirena que incita, una respiración provocadora y llena de enigmas.

Por eso resulta tan importante que haya revistas. Es una manera ejemplar de tomarnos en cuenta unos a otros. No concibo académicos que no lean el pensamiento de sus compañeros. Esa sería una negligencia imperdonable.

Todavía recuerdo la felicidad que me produjo la aceptación de un primer artículo mío en una revista. Me sentí acogido, respetado, tomado en cuenta. Presentí que algo mío podía llegar a otras personas y hacer el viaje de la escritura por las provincias de las inteligencias.

Si bien prefiero los libros (qué falla que en la academia se los valore cada vez menos, dicen que no dan casi puntos), quizás por las disciplinas en las que me muevo, o tal vez por la longitud de mi onda espiritual, no dejo de reconocer que las revistas son fascinantes por acoger el pensamiento breve, la erupción de una ocurrencia, el despliegue de un experimento provisional. El libro es más lento, pesado, de largo alcance. El artículo de revista es impulsivo, parcial, ligero. Es un sismógrafo de las intensidades intelectuales.

En las revistas nos vemos, discutimos, disfrutamos los logros de nuestros contemporáneos. La tribu de los pensadores, la familia de los investigadores, el grupo de los audaces exploradores y creadores, se encuentran allí, se escuchan, comparten sus retos.

Creo que hay pocos espacios más acordes a una comunidad académica que las revistas. Eso hay que aprovecharlo, las revistas se esperan como pregones, giros inesperados, anuncios de buenas primicias. 

Las revistas son la alegría de la universidad. Acompañamos la aparición de cada número con fruición y curiosidad amistosa. Nos recuerdan que lo esencial no es competir sino ir juntos, cada uno por su lado, acogiendo los pasos que dan los otros. 

Es bueno saberlo y no dejarse arrastrar por la simpleza de que son meros depósitos de lo ya sabido destinados a hacer puntos. El único punto que importa es el que cada uno traza para que otro lo vuelva una huella.

Sé que hay académicos que toman con desdén lo que sus colegas escriben. Al pensar y actuar así se ignora algo esencial: que apartamos en compañía las mismas tinieblas, que nos cruzamos en las mismas encrucijadas. Y en esos puntos ciegos lo que ayuda es la entereza compartida, la disposición a atenuar con la sed propia la sed ajena.

Importa que nos prestemos atención, una sociedad de conocimiento que agrega a la curiosidad respeto y afecto está no solo destinada al logro de sus objetivos sino a la lucidez que permite vencer los abusos con que nos acosa la patética ley del dinero.



[También publicado en el portal UdeA Noticias]