viernes, 25 de julio de 2014

Víctimas

Dicen, mencionan víctimas. Y en lo que hablan y escriben, casi ni hay una sola persona.

Ningún trazo, rostro, respiración. Ni una sola palabra. De esas que traen consigo la desesperación o la pena.

Para acogerlas habría primero que aprender a escuchar. Lo que tienen que decir, lo que temen repetir por temor a que vuelva.

Sería necesario alguien. Uno o varios. Algunos dispuestos a admitir, recoger, asistir. Darle oídos a la asfixiante desgracia.

Uno querría que callaran los que se refieren a ellas como algo sabido. Las víctimas son seres extraños. El sufrimiento se ha ensañado con ellas. Las ha estrujado hasta enrarecerlas y volverlas ajenas.

De su execrable selección nada sabemos. Los motivos nos resultan ocultos. No hay aritmética ni ley de las probabilidades. La intrusa es astuta, impredecible, despiadada. Elige por maligna a los seres más vulnerables.

Pero las víctimas se mantienen despiertas. Tocan nuestra puerta. Para decirnos, estamos aquí, somos de aquellos que todavía respiran. Piden nuestra atención. Exigen pasión a nuestra inteligencia amañada.

Por sobre todo quieren ser acogidas. Traen una palabra errante. Nombres. Desesperación. Hechos sin dirección y sin remo. La hora de la erupción y el zarpazo. Aquel rostro feroz y ceñudo.

Una mirada. Un grito. Un empujón. Una mano pequeña se suelta. No volverá ya más. Una cara golpeada se apaga.

Es hora de salir. Correr. Saltar. La tierra se abre. La casa cae sobre tantas cabezas. Noche y más noche. Bajezas y tratos escuálidos.

Pero qué hice yo. Para llegar de golpe a hallarme en el lodo. Hijo y madre y hermano. La víctima ha puesto sus ojos en el más negro infierno. Lo que vio no le dejará acariciar ya nada.

Terrores y sangre. Sed amarga y sequía. La ignominia. La violación. Ferocidad del hombre sobre inermes criaturas.

Nada puede explicar. Para hablar con ellas hay que aprender a seguir su respiración. El camino a la misericordia exige seguir su aire hasta el miedo.

Lo más indigno es ser frívolo. El dolor solo resuena en la respiración compartida. Cualquier palabra fría, objetiva, lo ahoga y apaga.

Una comunidad de aprendices del dolor. Cada uno lleva su parte. Y todos arrastramos el peso de una crueldad que no cesa.

Es eso. Lo que a uno le pasa sin merecerlo. La mano que humilla. El golpe que borra. Apenas entendemos tanta sevicia.

Para respirar estos tiempos hay que comprender y a la vez oponerse. La crueldad es intolerable. Absurda. Terriblemente abyecta.

Ante la inmensidad del sufrimiento, hay que aprender a exhalar. Aspirar. Expandir los pulmones.

Ponerse a oír. Palabras que vienen del fango. Los desnudos sonidos de labios sin eco.

Lo que nos pasa es una penosa tragedia. No sabemos nada. Es imposible imaginar. La noche de las piedras. El fuego. Cuchillos. La atrocidad de las torturas no deja ver el día.

Que le pase a alguien semejante a nosotros. Sumido en la oscuridad de acciones infames. Es mi prójimo. Mi hermano. El desolado. El asolado. El amarrado a ciegas cadenas.

Escuchar. Palabras que vienen de la noche más honda. Las tristes palabras de la hora tristísima. Frases sin país y sin techo. No quiere irse de nosotros el “tiempo de los asesinos”.


[También publicado en el portal UdeA Noticias]

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